Mi madre murió sin revelarme el nombre de mi padre. Me dejó sus joyas, el sombrero de paja marrón, su amor incondicional por la zarzuela y la llave del cofre de madera que nunca pude abrir y al que busqué desconsolada el día de la mudanza.
La nueva casa me traería una nueva vida, pensaba mientras abría la puerta de roble y me asombraba una vez más por haberla adquirido sin siquiera regatear el precio .Lo antiguos habitantes se fueron sin dejar rastros me había dicho la dueña de la inmobiliaria el día que me enamoré de sus espacios , casi podía bailar en ellos , casi podía sentirla llena de niños correteando por sus pasillos, casi me sentí por primera vez acompañada desde la muerte de mi madre. No sabía muy bien si era la casa o sus silenciosos habitantes, lo cierto es que nos habitamos mutuamente. Mis hábitos cambiaron. Me acostumbré a sus paredes despojadas, a levantarme temprano, a sus dominios egoístas .
Ya no salía ¿ Para qué? Si el mapa de mis desvelos me iba llevando, habitación por habitación hacia senderos desconocidos para mí. Fue así como sin darme cuenta de que el tiempo transcurría, me interné en las hojas amarillentas de esos libros, cuidadosamente ordenados en los estantes de la sala , que transpiraban mis poros llenando los negros agujeros de mi memoria.
Me sorprendí durmiendo en la cocina, dónde los sabores se mezclaron con los de mi infancia, en los pasillos esperando el roce fantasmal de alguna sombra que al pasar parecía más interesada en la llave que colgaba de mi cuello que en mi propia piel… A veces tiraban tanto de mi cuello que las manchas rojizas tardaban días en desaparecer hasta que la normalidad y la voz de mi madre calmaban el ardor y otra vez sucumbía a sus juegos macabros.
Tarde un largo tiempo en elegir mi habitación , necesité respirar cada rincón hasta que una mañana me encontró amanecida en un viejo sofá y sin poder sucumbir a sus rayos abrí el cajón de la cómoda y las encontré . Rosas , lilas y blancas, apiladas prolijamente esperando ser descubiertas , las pañoletas convencieron a mi destino errante y me detuve entre los ovillos de lana que parecían salirse de las paredes, envolviendo con su metálico canto mis oídos. Cerré la puerta con llave y tapando cada hendija para que no escaparan, me quieta, quietecita, en esa suave placenta de angora de la que no hubiera querido salir nunca más…
No recuerdo si fue la voz del jardinero o las manos blancas de María Esther, mi madre, las que señalando el cofre expectante sobre la mesa de luz, desprendieron la llave de mi cuello después de una larga y dulce agonía de sensaciones, lo cierto es que el tiempo se detuvo en un segundo y del rojo terciopelo de su interior brotó el amor entre mis lágrimas perdidas.
Querida Irene:
Aunque sean éstas las ultimas noticias que recibas , como así lo prometimos, quiero que sepas que tiendo la mantilla blanca al sol para que nunca se vuelva amarilla, hoy dijo mamá por primera vez y sus ojos son tan parecidos a los de él que a veces me cuesta mirarlos. Tiene tus manos…
Cuídalo mucho siempre lo hiciste.
María Esther.